Publicado en Esdiario, el 9 de septiembre de 2025
Cuentan las fuentes históricas que el 13 de diciembre de 1925, hacía don Antonio Maura un descanso en la acuarela que estaba pintando, para atender la convocatoria de su amigo el Conde de las Almenas. Era la hora del almuerzo. En un recodo de la escalera dijo:
- Almenas. No veo nada.
Y cayó desplomado. Una placa, en el hoy destartalado, por el abandono, Canto del Pico, recuerda el lugar de su fallecimiento.
No veía. Aquel hombre al que se reconocía su asombrosa capacidad de adivinación del futuro de España, que dijera en el año 1924, que “la dictadura es la rampa que nos lleva derechamente a la casa del pueblo. A la caída de la dictadura, la monarquía intentará salvarse al fin para ser sustituida por una república de apariencia democrática en su nacimiento que evolucionará rápidamente hacia una república de tipo socialista, la actual será desbordada por otro de tipo comunista, salvo que Dios en sus altos designios tenga decretada la salvación de España“.
Terminaba ese día su vida un hombre justo, ese “vir bonus” Como le llamaba, con acierto, el que fuera también director de la RAE, Darío Villanueva. Hoy, que el proceso de beatificación de su hermano Miguel avanza en el Vaticano, conviene reivindicar el nombre de un español cuya pulcritud, unida a su transparencia (“Yo para gobernar sólo necesito luz y taquígrafos”, diría)-, y su efigie adornaban la publicidad de pastas de dientes o productos de limpieza, en un tiempo en el que no se cobraban royalties. En su vida privada también se pondría de manifiesto la rectitud del comportamiento, porque don Antonio se castigaba sin fumar su puro después de comer si en el examen de conciencia que practicaba todas las noches encontraba alguna tacha, o llegaba hasta a despedir a su director espiritual en el caso de que le encontrara demasiado flexible.
Han pasado cien años. Ya no hay hijos que nos ofrezcan testimonio de su vida. No están Gabriel, historiador; Miguel, ministro de la Gobernación en la república; Honorio, comediógrafo y diputado de Renovación Española, asesinado en Fuenterrabía en 1936.
Tampoco quedan los nietos, y el recuerdo que evocaran éstos, la manta que Jorge Semprún afirmaba que protegía los descansos de su abuelo; o Connie y Marichu de la Mora, hermanas tan diferentes, mujeres irrepetibles, que impactaron a las gentes que las frecuentaron.
Y vamos quedando pocos biznietos. Algunos se han ido, dejando de sí un desigual y singular recuerdo, como fuera el caso de Luisa Isabel Alvarez de Toledo, “la duquesa roja”; de Joaquín Romero Maura, historiador y financiero; de Ramiro Perez-Maura, diplomático y político; de Jaime Chávarri, cineasta o del empresario Alfonso Zunzunegui.
No quisiera caer en el presentismo, según el cual los fenómenos históricos se vinculan necesariamente con los actuales, pero sí considero imprescindible evocar en estos tiempos de mediocridad politica a los hombres que hicieron de su vida un modelo de ejemplaridad -un término tan utilizado hoy como carente de gentes en las que encarnarse-. Recordar a Maura y su recta conducta, a Cánovas y su capacidad de construir unas instituciones que duraron 47 años, a pesar de la crisis de 1898, a su estilo de no ejercer el monopolio del poder; a Sagasta y su integración como “viejo pastor” de las diversas huestes liberales, desde el librecambista Moret hasta el proteccionista Gamazo; a Alvarez -don Melquíades- que pretendía la reforma de España hacia la democracia o, incluso, al mejor de los Indalecio Prieto cuando luchaba sin éxito contra los arrebatos leninistas de Largo Caballero.
La nostalgia de reivindicar a nuestros mejores, quizás porque en ellos también descubrimos la parte más positiva de nosotros mismos, seres humanos capaces de la mayor heroicidad, aunque a veces de la más torticera mezquindad. Hombres que, como hoy ocurre, forman como voluntarios, sin medios, en la lucha contra el fuego; como ayer los jóvenes avanzaban sobre la Dana de Valencia retirando el barro y los escombros.
Porque ya decía don Antonio que no es la debilidad la que provoca la desaparición de las naciones, sino su envilecimiento. Y siempre habrá un dos de mayo que contraste con cualquier fecha funesta de nuestra historia. Y la confianza de que a cada corrupto le corresponderá un juez que le persiga, a cada prevaricador su sentencia, a cada ladrón su castigo. Y a todos los que hacen de la mentira y la ocultación el basamento de su poder, el varapalo de la derrota electoral.
Cien años sin Maura son muchos, demasiados. Pero sigue existiendo una nación que, si bien parece dormida, se arma con palas, de cubos y mangueras para apagar un fuego que no sabe de discrepancias politicas ni de dirigentes que no merecen serlo.
Y es cierto que la iniquidad de algunos empeora los problemas y retrocede su solución, pero existe siempre la buena gente que, enterrando los rescoldos del fuego, pretende sepultar, junto con ellos, a los que no cumplieron con su deber por evitarlo.
Y cien años después recordamos a un hombre que hizo cuanto estaba en su mano por prevenir ese gran incendio que poco después abrasaría, toda entera, a España.