domingo, 17 de marzo de 2024

El elefante en la habitación

La expresión "un elefante en la habitación", se deriva de un cuento indio, y es por lo común utilizada en el mundo empresarial para referirse a asuntos que resultan evidentes, pero a la vez incómodos de evocar, por lo cual se elude su mención a pesar de su indudable relevancia. Nacida en el ambiente de los negocios, esta locución puede también utilizarse -y de hecho se usa- en el mundo de la política.


El hecho de olvidar, de manera más o menos inconsciente, su presencia, no consigue anular los efectos que inevitablemente supone el deambular de semejante proboscídeo en el siempre reducido espacio de un cuarto.  No es posible mirar hacia otro lado: siempre nuestra vista tropezará con el imponente animal.


Lo mismo que le ocurre a la derecha democrática portuguesa con el espectacular resultado de Chega, el PP tiene un elefante en la habitación que en este caso atiende al nombre de Vox. 


Cualquiera que sea su fuerza política derivada de sus resultados electorales o de los pronósticos que estimen las encuestas; ya se trate de elecciones autonómicas, generales o europeas, Vox ha invadido un espacio político que el PP consideraba como propio e inalienable, con el efecto del abandono del partido fundado por Fraga y refundado por Aznar de una significativa parte de su electorado.


Pese a que el PP es sobradamente consciente de esa circunstancia, carece de una política concreta respecto del partido que le flanquea en el ámbito de su derecha; o, para ser más exactos, mantiene hasta dos posiciones diferentes. Por una parte, afirma que Vox no tiene sentido porque estorba la necesaria alternativa al socialismo de la llamada "sanchosfera"; por la otra, pacta con el partido presidido por Abascal en las comunidades autónomas en las que precisa de su apoyo para alcanzar el gobierno. 


Esta doble política enreda hasta tal punto la estrategia del medio y largo plazo, como la táctica a corto, que el socialismo sanchista ha convertido en la clave de su derrota/victoria del 23-J. Vendrán otras elecciones y se repetirá el problema (las gallegas no cuentan a estos efectos, dado el nivel de clientelismo que mantiene el partido de Feijoó en esa región; y las vascas tampoco, pues si el PP está llamado a ser convidado de piedra en Euskadi, no sería educado describir el papel de Vox en esa comunidad autónoma).


Es preciso admitir que el PSOE -de la misma manera que el común de la izquierda en otros países- ha conseguido introducir en la conciencia ciudadana el marco mental por el que resulta necesario crear un cordón sanitario a la extrema derecha, el cual no es extensible a la extrema izquierda -a la que ni siquiera se la menciona como tal-. Una estrategia que sólo ha conseguido triunfar con el apoyo de la derecha democrática, todo hay que decirlo. La renuncia a la presentación de batalla también en este frente no es exclusiva tampoco del PP.


El PP ha renunciado a advertir la presencia del elefante en su espacio político, y la consecuencia de esa ceguera le sume en una especie de nirvana espiritual en el que las propuestas a las que deberían servir sus actuaciones simplemente no existen. ¿Alguien conoce su opinión para abordar la cuestión territorial, más allá de enmendar las cesiones en esa materia del sanchismo a los nacionalistas? Nada, ni siquiera la reciente "declaración de Córdoba" le dedica atención a este trascendental asunto. Tampoco del PP sabemos cómo se propone derogar las prácticas del actual gobierno, ¿hay algún texto que describa alternativas concretas para reducir el gasto público, mejorar la competitividad de nuestra economía después del despilfarro de la coalición de la izquierda con la extrema izquierda y el independentismo, sin que ello conduzca al desastre de lo que queda de nuestra sufriente clase media? Ninguna línea, ninguna indicación. ¿Nos han explicado desde ese partido de qué manera intentarán recuperar -al menos en parte- el prestigio internacional perdido por España, en especial después de la carta de pleitesía redactada en Rabat y -mal- traducida al español, sin que exista compromiso concreto de reducir la inmigración ni de abrir las aduanas de Ceuta y Melilla? Nada sabemos de eso, más allá de una vaga promesa de que volveremos a la situación anterior, y es de presumir que tampoco eso se hará.


Por supuesto que la procesión va por barrios, y que los hay en el PP que afrontan de cara y sin complejos la situación. Es el caso de la Comunidad de Madrid, que es también el caso en el que este partido no necesita a Vox para gobernar. En otras regiones, el PP ha optado con mimetizarse con la defensa de esos espacios territoriales y, en ausencia de partidos nacionalistas, practicar una especie de regionalismo que emule a los nacionalismos pero sin pasarse de la raya. En todo caso, tampoco existe seguridad de que la fórmula de Isabel Díaz Ayuso y Miguel Angel Rodríguez obtenga los mismos resultados en el resto de España que en Madrid.


Le ocurre al PP algo parecido respecto de las coordenadas ideológicas que se sitúan en el eje derecha/centro, y su operación consistente en fagocitar el espacio político liberal, integrando en el partido de Feijoó algunos de sus más reconocibles activos en el ámbito representativo y de consejería y asesoramiento. Una maniobra que no parece integrar más que a personas, con el efecto de desdibujar aún más -si cabe- sus perfiles programáticos.


La suma de estas políticas conduce a la integración de un magma líquido que carece de color, de sabor y de olor, como dicen que antes ocurría con el agua. Que este producto sepa mejor que otros agrios y pestilentes fluidos no significa que todos prefieran este tipo de sabores sobre todos los demás posibles.


El partido que preside Santiago Abascal -quien compartió con quien firma este comentario escaño en el Parlamento Vasco en tiempos difíciles- fue fundado por otro amigo mío, el ex vicepresidente del Parlamento Europeo, Alejo Vidal Quadras. En el Abascal de entonces y en el Vidal Quadras de ayer y de hoy no se advertían tendencias populistas, pero la actual deriva de Vox, sus socios en el Parlamento Europeo y sus relaciones con Donald Trump conectan de manera significativa con la salida de Iván Espinosa de los Monteros de la primera fila del escenario público. Todo parece indicar que un partido que parecía postularse en la afinidad con la derecha liberal conservadora ha mutado de forma ostensible hacia el populismo reaccionario.


Y no es que Vox sea en puridad una escisión del PP, pero sí que constituye una expresión de descontento con esa política de magma líquido que comentaba más arriba. Una contracción en la que se reclama un regreso a los valores de la unidad de España como marco imprescindible de una ciudadanía libre e igual. Todo eso parece haber quedado marginado en un rosario de identitarismo patrio, de reivindicación de glorias pasadas y de tradicionalismo "enragé", como si ni siquiera la expresión de la "doble llave al sepulcro del Cid” que proclamara Joaquín Costa -el mismo que reclamaba un "cirujano de hierro" como solución a los problemas de España- hubiera sido dicha en alguna ocasión.


Pero también se advierte en esas políticas la sensación de patética orfandad que tienen los hijos que han perdido a sus padres antes de tiempo. Se diría que reclaman su atención, que 

sienten la añoranza de su compañía, que esperan a que llegue el momento en el que puedan compartir las cosas que nunca llegaron a decirse; y exigen su interés practicando las más inverosímiles calaveradas. 


Como ocurría en la parábola bíblica del hijo pródigo, quizás haya llegado el momento, siquiera por necesidad, no por afecto en este caso, de que el padre abra los brazos y elimine así el espantajo del elefante en la habitación. Señalaría también con esa actitud las líneas rojas que su vástago no debería cruzar y mostraría que un partido como el PP es capaz de disponer de un cierto sabor, más allá de la sensación de que no es tan acre como el gusto que desprende su rival.


De esta solución depende, hoy por hoy, la recuperación en nuestro país de una cierta deriva acorde con la Constitución, necesariamente abierta a un realineamiento del otro partido sistémico -el PSOE- respecto de este mismo objetivo, toda vez que el centro político continúa pendiente de representación política en España.

sábado, 9 de marzo de 2024

Je suis un autre

 Traigo hoy a este blog el comentario de una canción de Georges Moustaki. Un cantautor que se prodigaba con frecuencia en los casi íntimos escenarios de las pequeñas salas de conciertos. Era este cantante una de esas figuras que uno espera encontrar en un clásico café de París, recabando la atención de un público al que quizás le interesen más sus asuetos privados que los acordes del intérprete; pero que, asombrados de repente por la belleza de las palabras y la musicalidad de sus canciones, dejarán a un lado sus cuitas y seguirán con atención profunda las evoluciones del artista.


El músico, nacido en Alejandría, en el seno de una familia judeo-griega, originaria de la isla de Corfú, se crió en un ambiente heterogéneo, en el que se confundían las culturas judía -su religión-, griega, italiana, árabe y francesa. Patria de acogida la de esta última nación, Moustaki, viajaría a París, donde tendría la oportunidad de escuchar a uno de los grandes de la música, Georges Brassens. Admirador ferviente del poeta y cantante, nacido en Sète, decidió adoptar su nombre de pila como propio.


Más conocida sería su afinidad con Édith Piaf, con la que, además de mantener una relación amorosa, sostuvo una cercanía profesional, componiendo para ella la canción "Milord"; de igual manera que crearía temas para Serge Reggiani o Yves Montand -amigo íntimo, este último, del escritor y político español, Jorge Semprún. 


En "Je suis unautre", "Soy otro", o "soy otra persona", Moustaki se descompone de una manera dialéctica, en la que establece un universo de contrarios. Se presenta a sí mismo como "un debutante en los tiempos que le han blanqueado -o le han encanecido-, un beatnik que envejece, un patriarca novicio". Es un "jardinero libertino" al que le gusta la aventura, un viajero sin embargo inmóvil, un "soñador despierto".


Es el poeta una lagartija que ha nacido cansada, un optimista amargo y un pesimista alegre. Es un hombre de hoy, pero al que le ha crecido una barba de apóstol. Y, pudiendo ser todas esas cosas a la vez, sin embargo, es otro.


El cantante se hace uno con los demás, se funde entonces con un organismo compuesto por otros seres. Y anuncia: "Yo soy tú, soy yo, soy el que se parece a mí, y me parezco a los que hacen juntos el camino, para buscar, para cambiar de vida, antes que morir de un sueño incumplido”.


Se diría que el artista se disuelve en una masa que va y viene, como les ocurre a quienes se integran en el partido -el comunista, por supuesto-, perdiendo así cualquier noción de individualidad. "El partido piensa, el partido ordena, el partido tiene siempre la razón...". Con esas gentes me voy por donde sopla el viento, allí donde está la fiesta o donde se sufre. Pero cuando me adormezco entre las hierbas altas, me encuentro solo y soy otra persona. El poeta recupera siempre un hálito de identidad personal, más allá de esa tribu que baila y que a veces lo pasa mal. El artista es más bien un libre-pensador, un libertario pacífico, como lo era su admirado Brassens.


El bardo nos dice que su propósito consiste solamente en hacerse escuchar. Como los juglares medievales, Moustaki se ha colgado la guitarra al cuello para compartir con nosotros sus canciones, para gritar, eso sí, en voz baja, todas sus revueltas. No aparece aquí el término “revolución", en ese diálogo que, recuerda Stefan Sweiz en su biografía de 

María Antonieta. Le preguntaba Luis XVI al duque de La Rochefoucauld-Liancourt en el atardecer del 14 de julio de 1789: "¿Es una revuelta?" "No, Sire. Es una revolución", le contestaría el aristócrata al monarca. El poeta viene a contarnos sus penas, pero de manera desenvuelta. No es preciso dramatizar demasiado, parece advertirnos; los juglares, después de todo, sólo queremos divertir.


Para eso, ha dejado el cantante en su camerino lo que le quedaba de pudor, esa timidez que nos impide proyectar nuestras emociones hacia el público; ese "striptease” que nos ocurre siempre que se levanta el telón y las gentes te observan con una expresión a medio camino entre la curiosidad y la extrañeza. El miedo escénico lo combate Moustaki dejando atrás sus vergüenzas. Las luces se ciernen entonces sobre él, descubierto ya; y el poeta nos hablará de los amores, que son un poco los nuestros, que son, en realidad, suyos, incluso si él sigue siendo otro.

sábado, 2 de marzo de 2024

La Unión Europea en la deriva política española


Apenas se habían cerrado las urnas y recontado los votos de las elecciones gallegas, cuando los portavoces del PSOE se apresuraban a expresar su opinión con dos significativos razonamientos: el resultado de esta convocatoria no es extrapolable al nivel nacional, era el primero; después de todo, el "bloque progresista" -la "sanchosfera", a decir de otros- ha crecido gracias al avance del BNG.


No es preciso insistir demasiado en que el resultado de la marca gallega del socialismo ha sufrido un revolcón catastrófico, una derrota que no admite paliativos que se pretende ahora encubrir a través de dos tesis en apariencia contradictorias, porque si los comicios gallegos son sólo gallegos y nada que ver tienen con el resto de España, ¿qué falta hace invocar al crecimiento del progresismo? (por cierto que no me resigno a denunciar ese ‘fake’ argumental que considera avanzado algo que sólo apela al sentimiento, el victimismo y la identidad supremacista).


No se reconoce por el PSOE lo que uno de los más sensatos de los socialistas ha expresado con frase sabia: es preciso que reflexionemos "para que el ciclo no se convierta en un ciclón", pero no, no habrá autocrítica, ni de la mala, de esa que hacían los comunistas, que era más bien la sanción previa a la expulsión eclesial del partido; ni de la buena, la que practican quienes, después de reconocer que carecen de un proyecto que sintonice con las inquietudes de sus electores, se ven dispuestos a rectificar.


En lugar de eso, Sánchez sigue dispuesto a recuperar su derrota -dicho sea en términos marineros-, ha pedido un plazo adicional para ceder a los de Junts y llegar a una propuesta de amnistía aceptable para ellos, y ha vuelto a llevar a Bruselas, al mediador Reynders y al PP que, a cambio de la renovación del CGPJ, sólo se ofrecerá una vaga promesa de modificación del sistema de elección del órgano de gobierno de los jueces. "Nihil novum sub sole", Sánchez no se plantea otra opción.


Y entretanto hay quien confía en que la solución a este gobierno que padecemos vendrá de las instituciones europeas, que la Comisión Europea pasará del capítulo de la apertura de expedientes por razones concretas a la imposición de sanciones. Pero habrá que reconocer que la futura ley de amnistía no podrá ser examinada por las autoridades europeas hasta que sea aprobada -faltaría más- o que no parece que Reynders pueda forzar un acuerdo que impida a la "longa manu" socialista hacerse con el control del poder judicial. Y habrá que recordar que la reversión de la deriva populista polaca -en tantos aspectos similar a la nuestra- sólo se ha producido por el voto de la ciudadanía de ese país, lo que no hizo la española el 23-J.


Ni siquiera tiene, a estas alturas de la cuestión, el escándalo “Koldo” y el pulso que parece decidido a mantener Ábalos con el PSOE, mayor capacidad de desencadenar la caída del castillo de naipes en el que está instalado el sanchismo; la justicia podrá ser inexorable, pero también resulta lenta en sus decisiones, y para cuando afloren investigaciones, procesos y eventuales condenas los tiempos políticos -cualesquiera que sean éstos- serán muy diferentes.


 Tampoco cabe contar con que la posible resolución anulatoria de la futura ley de amnistía, y la consecuente cancelación del apoyo de Junts al actual presidente supondrán la salida de Sánchez de la Moncloa.  En todo caso, en tanto que no concluya el largo proceso de tramitación de los correspondientes recursos, el presidente podrá alegar el argumento del mal menor -un PSOE domesticado en apariencia y controlado por ellos- frente al peor de los males -"que viene el PP disfrazado de lobo".


Entretanto, la ciudadanía española -o su proyecto de tal cosa, pues nunca se ha consolidado en nuestra historia- se ha quedado instalada a mitad de camino entre el "aquí no pasa nada" y el "sálvese quien pueda", reduce su condición participativa a votar cuando se le convoca a ello y prefiere atender los cantos de sirena del "que viene la derechona" antes que advertir la evidencia del gobierno entregado a las fuerzas políticas más disolventes de España que son el nacionalismo insolidario y supremacista. 


El castillo de naipes funcionará hasta que al común de los mortales le llegue el agua al cuello (a algunos ya les está llegando, véase el caso de los agricultores). Cuando el desbordado gasto público, ínsito en la propia seña de identidad de un gobierno constreñido a ofrecer dádivas a todos sus insaciables socios, subvenciones a los desfavorecidos de la población -aunque en ocasiones no lleguen, debido a la inoperancia administrativa- y engordando la nómina de servidores públicos hasta extremos nunca vistos, está generando un crecimiento artificial de la economía que desembocará, antes o después, en una inmensa burbuja que sólo el tiempo se encargará de pinchar.


El gobierno se enorgullece del crecimiento de la economía española y del empleo, pero no se acompaña esta alegría de una solidez que permita albergar grandes esperanzas. La economía de nuestro país se infla como una pompa de jabón que podría estallar en cualquier momento. Una no desdeñable parte del buen comportamiento procede de los fondos de recuperación europeos, asignados a los miembros de la UE para su recuperación después de la pandemia. El pasado año, El Independiente titulaba: "El PIB sólo crecerá este año gracias a los fondos europeos. El país caería en recesión de no ser por los fondos Next Generation, según cálculos de Esade". El pasado 1 de marzo, el diario ABC, daba cuenta de un documento de la Auref según el cual “España afronta un ajuste fiscal de 10.000 millones de euros al año entre los cuatro y siete años que vienen.


En lo que se refiere al empleo, el informe Funcas ha indicado que nuestra productividad decae, las cifras de oferta pública resultan extraordinarias en términos comparativos con otras épocas de nuestra historia moderna, y la conversión de los fijos discontinuos en trabajadores simplemente normales parece más el trasunto de la falsedad que incorporan las medias verdades que una realidad. 


Únase a todo lo dicho, como manifestación de los males políticos y económicos nacionales, una situación geopolítica que no resulta precisamente envidiable. Nadie sabe qué ocurrirá en los Estados Unidos si Donald Trump resulta elegido en noviembre, cuál será la deriva de la guerra en Ucrania -que, es preciso recordarlo, en su frente de combate está defendiendo el proyecto de libertad europeo y aún occidental-, hasta qué punto se extenderá en el tiempo y en el espacio el conflicto en Palestina o si China aprovechará el desconcierto general para abrir otro escenario bélico invadiendo Taiwán. Los efectos de todo ello en las economías de los diferentes países son imprevisibles.


¿Llegará o no la "crisis del gasto público excesivo" al bolsillo del contribuyente? En algún caso ya ha ocurrido en la voracidad de una Hacienda Pública incapaz de indexar los tipos impositivos a la inflación; lo que incrementa notablemente nuestras obligaciones de pago en el impuesto sobre la renta; y se percibe también en los hábitos de consumo que prefieren las llamadas marcas blancas o que reducen sus compras de manera significativa, según nos advierten los establecimientos comerciales. Según informa El Confidencial, la encuesta de condiciones de vida realizada por el INE ofrece un retrato preocupante: el 37,1% de los españoles no tuvo el año pasado capacidad para afrontar gastos imprevistos; casi 2 de cada 5 ciudadanos no pudo hacer frente a un gasto adicional pero necesario; el 33,1% de la población no pudo permitirse salir de vacaciones al menos una semana al año; cada vez más personas tienen dificultades para llegar a fin de mes a pesar de tener empleo; y la carencia material y social severa pasó del 7,7% al 9%, mientras que el riesgo de pobreza o exclusión social aumentó hasta el 26,5%.


Pero quizás lo peor aún está por llegar, y ese "peor" ocurriría en el supuesto de que el desorden de nuestras cuentas públicas contamine, a través del euro, a las economías más austeras de Europa. Sería entonces llegado el momento en el que los "hombres de negro" (o de gris oscuro, porque ningún gobierno los calificará de tales) ordenen parar los excesos presupuestarios, el déficit excesivo y la deuda pública desbocada.


Y es que, por mucho que acotemos, a efectos explicativos, la economía de la política, y a éstas de la sociedad en su conjunto, no existen en la vida compartimentos estancos. Una política basada en la subvención y el gasto, producto de concesiones sin medida a los socios incontenibles que sólo pretenden una debilitada España en la que campar a sus anchas, exige sin lugar a dudas un esfuerzo suplementario y en ocasiones excesivo al sector privado de la economía nacional que deberá soportar esas medidas económicas, cuando no una contribución adicional de los presupuestos europeos y aún los de otras economías de la zona euro que deberán pagar cifras de las que no son responsables, con tal de que el edificio monetario no se venga abajo. Que la economía española sea "too big to fall", al contrario de lo que ocurría con la griega, no es motivo que nos impulse a la satisfacción. 


Es evidente que los presagios del porvenir económico no son tan difíciles como los que ya vivimos en el año 2008 y que provocaron la desbandada salida de Zapatero y la -desaprovechada -en tantos aspectos- mayoría absoluta de Rajoy. Pero los expertos auguran en todo caso un "soft landing" (aterrizaje suave) de las economías occidentales, en el que la española causaría los adicionales efectos, consecuencia de las debilidades celtibéricas, producto de nuestro mal gobierno. 


Será entonces -si no ha llegado ese momento con anterioridad- cuando ese pulpo en el que se ha travestido Sánchez carezca de asideros a los que agarrarse para mantener el poder. Uno puede luchar contra los elementos, pero cuando se topa con la iglesia romana que forman hoy los funcionarios de los pasillos de Bruselas es llegada la hora de arrojar la toalla.


   












M

sábado, 24 de febrero de 2024

Vidas políticas paralelas

Corría el mes de marzo de 1918, la situación política española se encontraba profundamente deteriorada. El año anterior había acontecido el triple concurso de la huelga general revolucionaria, organizada por el PSOE y la UGT; el militarismo combativo de las Juntas de Defensa y el intento de regenerar el sistema en los aledaños del mismo, protagonizada por los catalanistas, los republicanos de Lerroux y otros, desencantados ante el régimen de turno entre partidos. Más allá de la alternancia, el Rey, lejos de ejercer un poder moderador, asumía las facultades concretas de hacer y deshacer gobiernos, además de inmiscuirse en el liderazgo de los partidos. En 1917 se había llegado a una situación definitiva, una especie de fin de ciclo que, cinco años después se haría irreversible con el golpe de estado del general Primo de Rivera y el abandono de la monarquía a su suerte por los partidos dinásticos tras las elecciones municipales del 12 de abril de 1931, los comicios que supusieron la instauración de la República y el exilio definitivo de España de Don Alfonso.


Intuitivo y ágil siempre en la reacción, el Rey -aconsejado por su fiel amigo el conde de Romanones- convocaba en el año de 1918 al Palacio Real a todos los jefes de partidos o facciones cercanos al sistema. Nadie -a excepción del sagaz don Álvaro de Figueroa- era conocedor de las verdaderas intenciones del monarca. Reunidos todos, el Rey convocó a cuatro expresidentes del Consejo de Ministros -Maura, Dato, García Prieto y Romanones- y les dijo: “No he podido conseguir que los hombres políticos encuentren una solución para satisfacer al pueblo español. Pues bien, crean ustedes que yo no soy un obstáculo. Si no encuentran la solución, las primeras horas de la mañana me cogerán fuera de la frontera, porque un Rey al que todos los políticos monárquicos le negaban su colaboración ya no tiene nada que hacer en su país”.


Y ese fue el momento del nacimiento del llamado gobierno nacional que presidió don Antonio Maura y que él mismo calificaría de “monserga”. Además de los ya citados expresidentes, formarían parte del mismo los dirigentes de las formaciones políticas monárquicas, entre los cuales se encontraba el dirigente liberal castellano Santiago Alba, que desempeñaría el cometido de ministro de Instrucción Pública.


Poco más de siete meses -entre marzo y noviembre de ese año- duraría la “monserga”, y sería precisamente Alba el que pondría final al gobierno con sus exorbitantes peticiones de aumentos salariales a los profesionales de la enseñanza. Y no porque que no resultaran estos funcionarios acreedores a esos incrementos, sino que la atención a sus demandas se confrontaría con los intereses de otros empleados públicos que también merecían la actuación positiva de la Hacienda Pública. Don Santiago, a decir de otros miembros del ejecutivo, quería abandonarlo pero no sabía cómo. Y el resto de sus compañeros de gabinete comprendían a la perfección que Alba no debía protagonizar en solitario la oposición parlamentaria de los partidos dinásticos, motivo por el cual el llamado gobierno nacional caía con el mismo estrépito que la esperanza que su creación había producido en amplios sectores de la sociedad.


Parece evidente que una de las características comunes a los líderes políticos de toda condición social, edad, género o formación, se encuentra en su afán de protagonismo, al que se añade la urgencia por llegar a ser lo que se pretende en cada momento. La ambición, cuando se antoja como desmedida, y la perentoriedad, constituyen unidas un peligroso cóctel para la vida de los pueblos a los que esos dirigentes manifiestan servir.


Algo parecido le ocurriría a Albert Rivera cuando, en abril de 2019, decidió no tender la mano a Sánchez y ofrecerle sus 57 diputados para llevar a cabo una política moderada. El resultado -como se conoce- sería el de ofrecer una justificación para que el presidente del gobierno pusiera en marcha sus acuerdos con todas las formaciones políticas que pretenden romper el pacto constitucional, desde la cuestión territorial hasta la económica, pasando -y no precisamente de puntillas- por la degradación institucional.


Nunca he creído, sin embargo -le confieso, lector, que me considero un tanto ingenuo, pero no hasta ese punto- que el PSOE concedería a Rivera los tres requisitos que los cuatro integrantes de la ejecutiva de Cs planteamos ese 29 de abril -compromiso de no indultar a los presos del Procés, compromiso también de no gobernar en Navarra con la ayuda de Bildu y aplicación de una política económica ordenada y con acuerdo a las directrices europeas.


Seguramente Sánchez habría preferido hacer lo que en efecto hizo, aunque eso le esté suponiendo un alto precio para España en su cohesión interior y en su prestigio internacional, pero una eventual oferta de gobierno por parte de Rivera habría, al menos, salvado del desastre al partido liberal, garantizándole unos cuantos años de vida… y -en el caso de su aceptación por Sánchez- de las llaves del decreto de disolución y de la convocatoria de elecciones, poniendo en manos de Cs la posibilidad de generar una crisis de gobierno en el momento en el que más le conviniera.


Pero Rivera quería ser… “o Cesar o nada”, y también se equivocó en cuanto al momento: todavía no le había llegado el tiempo de la presidencia, aunque sí disponía entonces de algún que otro boleto en la rifa de las vicepresidencias.


“El arte de esperar es la mitad del arte de vencer”, dijo precisamente don Antonio Maura. Con todas sus diferencias -y lo son más que extraordinarias-, Alba no llegó a la presidencia del gobierno y, la joven promesa que fue Albert Rivera, se fue agostando, y agotando, en los líquidos meandros de la política pretérita.


domingo, 18 de febrero de 2024

La revuelta de las clases medias: el estallido del campo

Este comentario podría quizás dar comienzo con las ya célebres primeras palabras del Manifiesto Comunista de febrero de 1848, sólo que variando su expresión final. Diríamos ahora que “un fantasma recorre Europa: el fantasma del campesinado insatisfecho”.


La chispa se encendía en la siempre levantisca ciudadanía francesa que dispone ya de una larga historia de revoluciones y revueltas. No es difícil encontrar antecedentes como el de la Bastilla o los más recientes “chalecos amarillos” a esta que se viene produciendo ahora, como tampoco lo es localizar en la historia de España asonadas y levantamientos militares. Quizás ocurre que las algaradas populares reflejan un nervio ciudadano del que los ruidos de sable carecen, pero en este caso el contagio ha llegado a otros países, y ya son los campesinos belgas, los italianos y los españoles quienes se suman al cortejo protestante, con desigual ímpetu, pero dotados de similares convicciones.


No deja de resultar singular la respuesta del gobierno español que ha despejado el balón con la premura que le es característica, endosando todas las responsabilidades a la Unión Europea y su Consejo, al menos en un primer momento. Se diría que Europa es un ente institucional al que España asiste como convidado de piedra y a cuyas sesiones no debe aportar los intereses nacionales, entre ellos, las preocupaciones de los agricultores y ganaderos españoles.


Existen, desde luego, argumentos más que sobrados para formular la crítica también en este punto al gobierno Sánchez, pero no es éste el motivo de la reflexión que me gustaría hacer. Porque en la explosión del campo anidan componentes de origen social que resulta preciso conocer si lo que se pretende es, además de explorar la epidermis de los acontecimientos, profundizar en las causas del problema y resolver -en alguna medida al menos- la situación creada.


A mi modo de ver lo que expresan estas protestas ha sido convenientemente engrasado por unas instituciones distantes, opacas y burocráticas, instaladas en el Sanctasantorum de Bruselas, y empeñadas en servir dos órdenes de intereses contrapuestos, entre los que se sitúa desde luego el de las gentes del campo, pero también la consecución de una economía abierta que permita mantener a raya las cestas de la compra de los ciudadanos europeos, sin perjuicio de fomentar la posibilidad de desarrollo de terceros países cuya base económica principal es el sector primario. Unos países que, es preciso que no lo olvidemos, inundan nuestras costas y aeropuertos de inmigración ilegal a la que no nos es factible combatir o repatriar, y que genera en ocasiones graves problemas de integración.


Y es que, en la realidad socioeconómica que atravesamos, quizás hoy más que nunca, cada movimiento de ficha en una dirección, una elección determinada, genera dificultades y problemas no deseados en ninguno de los casos. La ecuación “menor globalización” - “precios más bajos” no resulta de una fácil integración.


El sociólogo alemán, Andreas Reckwitz, en su ensayo “The end of ilusions”, se refiere a la fragmentación producida en las clases sociales como consecuencia de la globalización operada desde finales del siglo XX hasta lo que va del XXI. Toda vez que desaparecía el proletariado -“los parias de la tierra”, que decía “La Internacional”- y relegada la aristocracia al baúl de los recuerdos de la historia, en buena medida la composición social quedaría de un modo general situada en el ámbito de las clases medias. Y no es que hayan desaparecido del mapa la gran burguesía o la clase propietaria, pero la estabilidad de los diferentes países occidentales -y con ella, sus diferentes y centradas decisiones electorales- queda alojada en ese cuerpo social intermedio.


Ha sido la globalización el fenómeno que ha roto a esa antaño uniforme mesocracia en dos grupos diferenciados -si no enfrentados en sus hábitos sociales y sus expresiones de voto-. La eclosión de esa vieja clase media que conocíamos en la pasada centuria se ha producido, según Reckwitz, en dos direcciones. Por una parte, ha emergido una “nueva clase media”, profesionalmente preparada, cosmopolita y que sitúa en el centro de sus preocupaciones el fenómeno cultural en su sentido más amplio (por ejemplo, no sólo la lectura o la visita a un museo, sino también los viajes y la gastronomía, pasando, por supuesto por la elección de la educación de sus hijos). Si tuviera que definir en una sola expresión su actitud ante la vida diría que esa “nueva clase media” no tiene miedo al futuro que se le presenta por delante.


Frente -o junto a esta nueva clase emergente- la “clase media antigua” está interpretando las transformaciones sociales en curso como una amenaza a su estatus, no como una oportunidad. Reckwitz utiliza el término “deprivation” para definir la sensación percibida por ellos, y que no siempre traduce realidades objetivas, pero que sí consiste en que ellos entienden que carecen de las cosas o de las condiciones que habitualmente se consideran necesarias para una vida acomodada.


Y esta percepción atemorizada de lo que viene por delante conduce a la “antigua clase media” a abandonar las expresiones templadas de la política. Como asegura Reckwitz “los miembros de esta clase también pueden despertar políticamente, y ello puede tener lugar en el marco de la izquierda neosocialista (como es el caso del movimiento de Jean-Louis Mélenchon, La Francia Insumisa), o también puede conducir a la adhesión al populismo de derechas, que ya cuenta con el apoyo de sectores de esa clase media”.


Trabajadores autónomos, muchos de los componentes del sector social que vive y trabaja en y del campo, los empresarios agrarios observan cómo los precios que les pagan las empresas de distribución por sus productos resultan extremadamente bajos, la política de escalada de salarios mínimos  en la que se encuentra instalado nuestro gobierno social-comunista les exige reducir sus márgenes cuando no a instalarse en la economía sumergida, los trámites exigidos por la burocracia de Bruselas para el cumplimiento de la PAC les obliga a dedicar un tiempo precioso a la administración de sus cuentas, en tanto que las frutas y las verduras extranjeras inundan los mercados que en algún tiempo les pertenecían en exclusiva. Y a ello -“last but not least”- habrá que añadir sin duda la devastadora sequía consecuencia del cambio climático.


La revuelta del campo no sería entonces sino una expresión de las insuficiencias que, mal que nos pese a los liberales, se produce con la misma intensidad que la acaecida a los trabajadores del sector del automóvil en Detroit, que acaban denostando a la vieja política de los demócratas y algunos republicanos, y prefieren a ellos la verborrea del “America First” de Trump. Son gentes con escasa cualificación técnica, desinterés -cuando no edad madura o ausencia de tiempo- por integrarse en el cada vez más complejo mundo de las tecnologías de la información y la comunicación e indiferentes -cuando no opuestos- a esa cultura de la distinción y de la individualidad que cautiva a las “nuevas clases medias”.


La pandemia del Covid’19 no ha sido tampoco ajena a esta percepción diferente de las cosas. La globalización había establecido que la fábrica del mundo estaba en China y que Europa, además de un inmenso parque temático abierto al ocio y al disfrute, se ha convertido en un centro de servicios. No se encontraban respiradores ni mascarillas disponibles y el cierre del tráfico de mercancías convertía en imposible la mera obtención de un recambio para que nuestros vehículos pudieran rodar por las carreteras.


Ha sido preciso advertir, por lo tanto, esta enmienda -si no de totalidad, sí parcial- al sistema generado por la globalización, y con él la necesidad de un nuevo pacto social entre las dos clases que han surgido de la eclosión de las clases medias que hasta ahora conocíamos. Se trata de un acuerdo general entre los ciudadanos, las fuerzas políticas, sociales y económicas que genere un nuevo pacto social en el que no existan los que se quedan irremisiblemente detrás y los que avanzan hacia adelante sin preocuparles la suerte de los “left behind”, pacto que cohesione la sociedad en lugar de destruirla. Una Europa que combine la idea de una sociedad abierta con la de la protección social -al cabo, no es otra cosa el fundamento de nuestro proyecto común europeo.


Con toda seguridad, más allá de las querellas nacionales e intestinas a que nos vienen acostumbrando los debates electorales, éste debiera constituirse en el principal motivo de reflexión para la cita a la que hemos sido llamados el próximo mes de junio.